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GEOGRAFISMOS, DESCONQUISTAS Y REDESCUBRIMIENTOS
por Joaquín Barriendos


La perspectiva “geográfica” se refiere a una disposición de fuerzas que se confrontan, a una geopolítica. En una proyección (ficticia, como siempre) del espacio donde se efectúan las prácticas intelectuales, se podría distinguir el juego de tres elementos: el sitio, la masa y la verdad.

Michel De Certeau, “La risa de Michel Foucault” en: Historia y Psicoanálisis, México, Univesidad Iberoamericana, 1998.

¿con qué otro nombre sino de rústico, y del todo bárbaro, llamaremos aquél que no saliendo jamás de la cueva de la Sybila, o del bosque de Dodona, esparce sus respuestas y oráculos desde la Trípode, y en las demás cosas sea tan ignorante que no sepa si está en México, en la Ethiopía o en la América?

Oliver Legipont, Itinerario en que se contiene el modo de hacer con utilidad los Viages a Cortes Estrangeras. Con dos Dissertaciones. La primera sobre el modo de ordenar y componer una Libreria. La segunda sobre el modo de poner en orden un Archivo. (edición valenciana de 1759)



La modernidad, como proyecto colonial, no supuso exclusivamente un conjunto de estrategias de expansión centrípeta sobre el territorio desde el viejo continente, ni una simple apropiación o explotación de los bienes humanos y materiales de estas ‘extensiones periféricas’ —de los ‘extremos de occidente’ como los ha descrito Octavio Paz— sino también consistió en la articulación de una idea específica del espacio, de su relación con la temporalidad y con el devenir de las culturas. Supuso además un uso coercitivo del conocimiento geográfico, de la construcción territorial de las identidades y de los canales a través de los cuales fluctúan los saberes y los individuos.

Un conjunto de lecturas posmodernas de la cultura, marcadamente condescendientes con el discurso de la descolonización y peligrosamente deferentes con las turbulencias culturales contemporáneas, han querido ver en la actualidad una disolución de estas estructuras civilizatorias modernas y una supuesta superación de su impulso colonizador. En el campo del arte contemporáneo esa idea se ha materializado bajo la panacea de un nuevo cosmopolitismo estético, un crisol cultural: el new internationalism. Sin embargo, tanto la modernidad como sus estrategias de agenciamiento y desautorización jerárquica de las culturas periféricas persisten bajo nuevas formas mucho más flexibles e inasibles pues ya no dependen de la alienación del territorio.

El nuevo internacionalismo del arte contemporáneo —la «escena internacional del arte» como la ha llamado Gerardo Mosquera— en el que se pretende que aparezcan todas las culturas estéticamente bien representadas, extiende la polaridad etnocéntrica de la modernidad hasta tal éxtasis, hasta una ‘sobreidentificación’ con el otro tan extrema, que lo vuelve profundamente estéril; tan antropologizable como antropolarizado. Por ello Olu Oguibe ha llamado monolíticas a estas formas del arte internacionalista. Esta reaparición ‘espacial’ de la ‘realidad’ del otro conlleva no sólo la visualización de la alteridad como sujeto representable, sino también la banalización del conflicto mismo de la alteridad, su estetización como fetiche en un mundo en el que lo periférico, lo híbrido y lo subalterno se han vuelto obscenamente cotidianos.

En este contexto las fronteras —culturales, nacionales, representacionales, estéticas, epistemológicas, etcétera— han pasado de ser lo ignoto, lo excepcional, lo extremo y ajeno, a ser entidades centrales (y centralizadas) para la comprensión y la articulación del mundo actual. Lo periférico por lo tanto se ha ‘centrado’ y lo colindante se ha vuelto altamente significativo. Sin embargo, entre las necesidades de visibilidad de lo subalterno para reposicionarse y reorientar su relación frente al mainstream y las necesidades de apropiación e internacionalización occidentalista de la alteridad para volver coherente el discurso poscolonial ha surgido un evidente conflicto de intereses, el cual se manifiesta en el arte contemporáneo por medio de la estetización de lo fronterizo y de la ‘defensa’ neopaternalista de lo marginal.

En la actualidad asistimos por lo tanto a un inexpugnable aprovechamiento estético del subdesarrollo. Esta plusvalía estética agenciable es la que está en juego en los procesos de exotización, internacionalización y comercialización del arte contemporáneo. La fridización y la neorozquización del arte mexicano en el proceso de bienalización del arte son claros ejemplos de esta rentabilidad estética de lo subalterno.

Esta apresurada e inacabada globalización estética de lo latinoamericano acontecida en la escena del arte contemporáneo internacional ha producido así, al interior del imaginario geocéntrico europeo, una obvia pero significativa paradoja: aquel reflejo dorado, aquella imagen de cuerno de la abundancia que impulsó y fungió como catalizador de la voracidad expansiva de la ‘cultura del descubrimiento’ (como la ha denominado con acierto Homi Bhabha) se han reemplazado, a través de una operación empresarial de reposicionamiento de lo subalterno, por un principio de rentabilidad estética de la austeridad y la carencia.

Esta plusvalía de lo modernizado está por lo tanto sustentada en una visión romántica y neoprimitivista de lo periférico, la cual se materializa por medio del prejuicio de que fuera de occidente los artistas están más en contacto con la realidad, con el ‘pueblo’ y con las multitudes y que, por lo tanto, son más ‘originales’ o ‘puros’ y su arte más verídico, más ‘real’. Esta sublimación de lo subalterno o romantización de lo marginal genera una poética de lo reivindicativo que objetualiza la alteridad, codificándola y haciéndola fácilmente consumible y absorbible.

¿Qué relación estética (poscolonial) puede establecerse entonces entre quienes funcionaron históricamente como sujetos y quienes lo hacen aún como objetos del proceso modernizador? ¿sigue acaso operando un sistema de desautorización geohistórico a través de la internacionalización del arte el cual occidentaliza y recentra todas las epistemologías y estéticas periféricas? ¿existe alguna forma de curaduría de la diversidad cultural que no exotice, que no estereotipifique, que no jerarquice y que rompa en algún grado el círculo antropófago de la mirada occidental sobre lo ‘no curado’?

Comenzar a responder estas preguntas quizás implica primero entender que ni la modernidad en su dimensión histórico-civilizatoria, ni el Estado en su totalidad política, ni la geografía como entidad epistemológica jerarquizante o localizadora, ni el ‘Arte’ como institución de privilegio social, ni las fronteras como líneas simbólicas de coerción intercultural podrán superarse realmente si no se consigue antes desprender la ‘esencia colonialista’ de la identidad geográfica moderna: la localización geocéntrica y epicéntrica del ser y la colonialidad del poder. Las ficciones topocráticas del self, de ese sujeto único y autónomo que se imagina a sí mismo resuleto y confortado en la escena multicultural necesita, por lo tanto, ser recartografiado.