PUESTA EN ESCENA: UNA APROXIMACIÓN
A LAS INSTITUCIONES
edición curada por y
14
de noviembre 2006
fac - fundación de arte contemporáneo
Juan Carlos Goméz 1544
Ciudad Vieja
Montevideo
6:00
pm - Sur le passage de quelques personnes à travers
une assez courte unité de temps, 20 min., 1959
Critique de la Séparation, 20 min, 1960
La Société du Spectacle, 1.27 min., 1973
Guy Debord
el mundo inmovil
Christian
Ferrer
Debord
Poco antes de finalizar el año 1994 Guy
Debord se suicidó. La noticia pasó inadvertida.
Pero es justamente esta omisión involuntaria la que hace
justicia a uno de los pocos pensadores auténticos del siglo,
porque desapercibir un hecho importante es casi condición
de existencia para periodistas y académicos, conscientes
de que la pertenencia al aparato cultural de un país supone
un acuerdo acerca de lo que no debe ser leído ni pensado.
Pero en este caso la temporalidad de la noticia es espuria: no
indica que, con el pasar del tiempo, se haya perdido el interés
por Debord o por su obra, pues mucho tiempo antes de acabar con
su vida Debord se había destituido a sí mismo de
la vida espectacular, es decir, de la vida tal cual la aceptamos
en la actualidad.
Guy Debord fue un pensador auténtico porque fue un hombre
consciente de la potencia del espectáculo. En un mundo
donde diariamente millones de miradas encajan blandamente continuas
radiaciones de estímulos visuales es difícil hallar
personas capaces de penetrarlas. En Debord confluían una
poderosa mirada analítica y el maceramiento de la experiencia
histórica de los réprobos. Su libro más conocido,
La sociedad del espectáculo, publicado en 1967, intentó
ser un aviso sobre el cambio radical que estaban sufriendo las
medidas de referencia acostumbradas para el tiempo y el espacio
humanos. Apenas comprenderíamos el alcance de esta pérdida
si la aceptamos como una catástrofe de los sentidos: las
transformaciones de las dimensiones antropológicas y de
los escenarios que nos eran habituales son acontecimientos cuya
potencia apenas hemos experimentado porque su magnitud aún
no ha advenido por completo.
Porque La sociedad del espectáculo fue dado a conocer no
solamente como una sentencia contra su época sino también
como una panorámica en profundidad de la misma es que hoy
podemos considerarlo un libro clásico. Un “clásico”
no es sólo un libro capital o una obra magna o una creación
misteriosa sino también un yacimiento en el cual pueden
seguir hallándose vetas, décadas –o siglos–
después de escrito. Libros que dan esta talla, en los casos
más afortunados, son mediums que vinculan a los ancestros
con los posteriores. No suele considerarse a la profecía
un género crítico, salvo cuando acierta un pleno.
Pero conceder a Debord el rango de “anticipador” del
despliegue del espectáculo nos conduciría más
al entusiasmo del faccioso o a la vanidad del arqueólogo
de las ideas que a la esencia de su obra. No es la clarividencia
sobre el porvenir sino el descarne del tema lo que explica que
el libro de Debord participe de un linaje especial de libros:
el de los clásicos secretos. No es inhabitual que este
tipo de obras se escriban mientras se vagabundea. Para comprenderla,
es preciso tener en cuenta, para beneficio de inventario, la aventura
situacionista, que no fue sino un esfuerzo más para encontrar
ese grial singular: la fórmula mágica para destruir
el mundo conocido. Guy Debord quiso destruir la sociedad que le
tocó en suerte, y esa pretensión pertenece al rango
de los gestos de amor. Porque los torpederos de una época
son también los que la aman más intensamente.
Espectáculo
Cada época promueve una determinada distribución
corporal de la energía psíquica. El alcance personal
y social de la memoria, la percepción y la imaginación
queda, por tanto, subordinado al organigrama energético
que la cultura inocula en cada cuerpo; y a la celeridad e intensidad
con que éste logre repelerlo. Guy Debord llama “espectáculo”
al advenimiento de una nueva modalidad de disponer de lo verosímil
y de lo incorrecto mediante la imposición de una separación
fetichizada del mundo de índole tecnoestética. Prescribiendo
lo permitido y conveniente así como desestimando en lo
posible la experimentación vital no controlada, la sociedad
espectacular regula la circulación social del cuerpo y
de las ideas. El espectáculo, si se buscan sus raíces,
nace con la modernidad urbana, con la necesidad de brindar unidad
e identidad a las poblaciones a través de la imposición
de modelos funcionales a escala total. Sería necesario
volver a la segunda década del siglo XX para fijar el lugar
de emergencia tecnológico e institucional del espectáculo
actual. El nazismo, el stalinismo y el fascismo sólo se
adelantaron a su época, y lo hicieron con la torpeza política
y la brutalidad disciplinaria que definen a todo régimen
emergente: hoy, es preciso rastrear esas ambiciones totalitarias
(a saber, la gestión total de la vida desde la regulación
del lenguaje hasta el mapeo genético) en sociedades legitimadas
por maquinarias electorales.
No es éste un mundo desencantado. La ilusión es
más resistente y necia que cualquier análisis de
los hechos. Los “saltos” tecnológicos son nuestros
actuales milagros; la conexión diaria a las redes y pantallas,
nuestra comunión en misa; los nostálgicos del general
Ludd, nuestros herejes; la adquisición de accesorios para
el hogar, el progreso en la pureza de nuestra fe; el rechazo a
creyentes y nacionalistas, nuestra prueba espiritual; el forzamiento
acelerado de las fuerzas productivas globales, nuestra última
cruzada; la antena parabólica, nuestra aguja de la cruz;
las veinticuatro horas continuas de transmisión, nuestro
carillón canónico; si antes nos redimía el
cielo, hoy nos emancipamos por control remoto. Una nueva cosmogonía.
La historia humana ha conocido diversas concepciones y experiencias
del tiempo y el espacio; ahora, las cartas náuticas son
sustituidas por frecuencias de ondas; las proyecciones planisféricas,
por scaneos satelitales instantáneos; las medidas espaciales,
por ritmos informáticos y audiovisuales; los aparatos ideológicos
de Estado, por el montaje y diseño de imágenes preprogramadas;
la guerra de trincheras en el frente de la “conciencia”,
por batallas de audiencias que culminan en sanciones estéticas.
En todas partes, la diagramación de la mirada y la transformación
de la velocidad en tiempo in-móvil requieren de nuevas
estrategias de control social y de nuevos guardarropas para la
verdad. No sería desacertado llamar al espectáculo
una fe perceptual. El sistema de dominio espectacular se expande
autocráticamente, al igual que lo hacía el sistema
pedagógico para anteriores generaciones, es decir, como
avanzadillas militares sobre espacios humanos no regulados: a
todos quiere concernir, a nadie quiere dejar librado a sus propias
potencialidades. El imperativo autocrático de nuestra época
requiere de tecnologías sofisticadas y de burocracias especializadas
en el arte de la vigilancia, tanto como de mnemotécnicas
específicas para el olvido de la historia. En el extremo,
la memoria histórica es forzada a pasar a la clandestinidad
y el ojo a despegarse de su cuenca.
Es lugar común académico juzgar al pensamiento sobre
el espectáculo, la tecnología o la televisión
partiendo de oposiciones del estilo público y privado,
mercado y estado, abierto y cerrado, apocalipsis e integración,
soslayando la inclusión de la barra que regula los extremos
en un dominio mayor. Así también, los analistas
políticos perfilan a las opciones partidarias y los teólogos
al legado de Maniqueo. Esas oposiciones confunden el pensamiento
sobre las relaciones entre técnica y sociedad. No se trata
de fomentar el pesimismo cultural sino de pensar el modo en que
ese vínculo es absorbido por las instituciones así
como el modo en que mundos hablados o sentidos son enviados a
su ocaso, pues la misión de la sociedad tecnoespectacular
no consiste en permitir o retrasar el progreso, sino en conducir
a la humanidad a un estadio diferente de dominación. Es
nuestra imagen de mundo el material que forja los barrotes del
pensamiento binario. Retraído hacia el lado oscuro de lo
pensable, el espectáculo guarda el secreto que lo explica,
tanto como el Estado guarda el suyo, y la mercancía también.
Cuando se afirma que los medios masivos amplían las posibilidades
comunicativas del género humano y sacian su sed de saber
se le concede sex-appeal a los recursos tecnológicos de
una época. Pero la sociedad audiovisual es una lingua franca
que debilita modos de sentir previos y descalifica, por principio,
a la comunicabilidad humana misma. Esta misma no se sostiene en
la capacidad fisiológica de hablar, ni en definiciones
de diccionario, ni en la estructura lógica de las proposiciones
sino en los rastros de memoria y de significatividad que fluyen
y despliegan el mundo. El espectáculo desdeña la
experiencia vivida, la actividad conversacional y la sociabilidad
espontánea, es decir, desestima la reunificación
de la comunidad como movimiento inventivo de sí mismo.
Por eso, en la interpretación del espectáculo, lo
que define a las políticas de la teoría es la lucha
entablada a favor o en contra de la representación separada
de la experiencia humana. Guy Debord pertenece a la estirpe de
aquellos que suponen que lo que es experimentable no puede ser
representado, y que la contemplación de simulacros o la
estimulación sensorial por medios técnicos son sucedáneos
vitales decididamente insuficientes.
Vanguardia
Había nacido en París. Aunque
muchas veces pase inadvertido, el reino de la negación
existe, y es nación nómade y cosmopolita que de
tanto en tanto se instala en un lugar propicio. No siempre lo
albergan ciudades; a veces le basta un barrio, una calle o una
casilla de correo. En la década de 1960, París era
una de sus capitales y Guy Debord uno de sus estadistas, como
André Breton lo había sido tres décadas antes.
La hermandad a la que Debord se integró buscaba, en propias
palabras, “una autonomía sin restricciones ni regulaciones”.
No la consiguieron, pero, en el camino, les fue concedida una
porción de libertad, la de inventar acontecimientos y verdades
inaceptables. Al organizar y liderar al situacionismo, última
vanguardia del siglo XX, Debord se convirtió temporariamente
en el capitán de un buque sin bandera.
Es 1945 y la guerra ha terminado. En la orilla izquierda del río
Sena el aparato cultural reúne sus fuerzas dispersas y
asume su puesto de conciencia política de Occidente. Mientras
tanto, Isidore Isou, un oscuro exiliado rumano de origen judío
organiza su propio estado mayor, el “letrismo”, e
invita a unos pocos lúmpenes de la cultura a seguirlo en
su cruzada renovadora del espíritu vanguardista. Hacia
tiempo que el surrealismo y el dadaísmo habían dejado
de chamuscarse los dedos, y sólo los entusiasmos de una
tercera generación y la incombustible fe de los grupúsculos
anarquistas garantizaban la débil continuidad de la revuelta.
El situacionismo no fue otra cosa que la desembocadura de un delta
de corrientes estéticas y políticas que aún
creían en el poder revolucionario del arte. El encuentro
y la discordia calentaron el alambique durante un año entero,
luego se decantó a los tibios, y en 1957 fue destilada
en la ciudad de Coscio D’Arroscia la Internacional Situacionista.
Se dirá que no es mucho lo que unas pocas personas pueden
hacer. Pero no pocas veces la historia de una idea comienza con
la fe y la energía de un puñado de fieles. En todo
soplido se oculta la estructura genética de un huracán.
Diez, quizás veinte convencidos, aparecidos en una época
que no parecía favorecerles, arrastrando durante quince
años una biografía plagada de renuncias, expulsiones,
cismas y discusiones bizantinas, editando intermitentemente un
boletín difícil de conseguir y organizando muy de
vez en vez algún acontecimiento misterioso que diera la
nota fueron capaces de dar a luz, mediante una notable economía
de fuerzas, lo que el propio Debord llamó “el pensamiento
del colapso del mundo”. Al comienzo, la izquierda oficial
y los intelectuales de revista cultural los trataron con indiferencia,
como hacen los señores cuando se enfrentan al insolente.
Pero la insolencia devino activismo productivo, a saber: un modo
de hostigar al mundo a fin de removerlo de sus cimientos. Que
una teoría perdurable haya brotado de una comedia ultraizquierdista
no debería asombrar a los conocedores de la historia de
las sectas y de los orígenes de los saberes; tarde o temprano,
o toman el poder o se inmolan junto al mundo que los rechaza.
Hacia 1972, cuando la Internacional Situacionista se disuelve
a sí misma, no solamente ya estaban apagados los incendios
parisinos, también se extinguía el prototipo humano
de la época burguesa clásica, adorador del arte
y la política, y se reconvertía en un nuevo modelo
seriado, ávido de espectáculos y objetos intangibles.
No sorprende el lúcido gesto de autoclausurar la experiencia
situacionista (cuando fácilmente podrían haber cosechado
fidelidades juveniles y reconocimientos académicos, consuelos
de los incendiarios seniles) pues a medida que sus tesis concitaban
cierta atención en el medio ambiente de izquierda, los
miembros de la Internacional parecían retraerse y ocultarse,
a la manera de los antiguos conspiradores, como si una voluntad
de oscuridad constituyera su móvil estratégico.
En todo caso, el situacionismo jamás fue una vanguardia
clientelística.
Visión
El espectáculo es tan obligatorio como
lo sería una ley social, lo cual no remite a trabajos forzados
como lo son la participación electoral, el servicio militar
o el testimonio judicial; más bien propone el problema
de la indistinción entre deseo y obligación. El
espectáculo se impone como obligatorio porque está
en posición de ejercer el monopolio de la visualidad legítima.
Un régimen de visibilidad es un régimen político
como cualquier otro, con la salvedad de que la cámara de
vigilancia es una de sus metáforas privilegiadas: en ese
molde se vacían conductas y creencias. Y la criminología
también. Los estadistas se prueban nuevas vestiduras y
sus fuerzas de seguridad renuevan personal y métodos, pero
después de tantos siglos la división del género
humano entre víctimas y verdugos ha registrado muy escasas
variantes. Cañones o grandes angulares, gatillos u obturadores,
brigadas ligeras o movileros, generales o editores, el ocaso de
unos señala el advenimiento de un principio de control
que convierte a cada cuerpo en un efecto de iluminación.
La subjetividad propia de la época está vinculada
a aparatos modelizadores de índole audiovisual, estadístico
y psicofarmacológico. El régimen de visibilidad
que la regula propone una paradoja: no deja ver. En tanto propedéutica
y prescripción para la vista, no sólo fuerza a la
perspectiva visual personal a ajustarse a modos de ver dominantes,
también señala imágenes-tabú, un reino
de lo inimaginable. La mirada carece de caminos de acceso o de
antecedentes perceptivos para reconocerlo. El espectáculo
es una gran máquina disuasiva de la vista: procede a la
manera del jugador de ajedrez, disolviendo la estrategia del adversario
por adelantado. Se trata siempre de la antigua veda política:
“no intervendrás”.
La historia del ojo es la historia del régimen escópico
al que está engarzado. Pero una visibilidad hegemónica
también puede ser definida por aquello que huye de sus
lindes y no solamente por el campo visual que controla. Pero nuestro
saber sobre los efectos producidos por la luz y el color sobre
la visión es misérrimo. El ojo es un cristal sobre
el cual se proyectan dos rayos: el que emana imprime un catastro
visual, y el aura que emerge desde una selva de imágenes
interior; así también, un ojo de agua aflora a la
superficie desde napas ocultas. ¿Qué otra cosa es
el sentido de la vista sino un drama visual? La visión
no es meramente una actividad fisiológico-social, sino
también un arte para el cual es preciso educarse. De ello
se infiere que del arte de ojos parte un camino del conocimiento
revelatorio: un vidente no ve los mismos objetos que un espectador.
A la geografía más inexplorada y más impredecible
la ocupa el reino imaginal: desde allí se destilan imágenes
que forjan la “realidad”. El ojo es tanto el campo
de la batalla como órgano templado para su reconocimiento:
del resultado incierto del combate depende el grado de autonomía
personal. La expansión del mundo visual siempre ha sido
consecuencia del ingreso y exploración en atlas raros o
vedados; de las sondas lanzadas hacia lo todavía invisible
e inaudible. Aquí centellean las viejas instigaciones del
surrealismo, y Guy Debord las ha visto; con ellas desplegó
una teoría de la emancipación. Quizás por
eso se describía a sí mismo no sólo como
un revolucionario profesional sino también como un cineasta.
Política
Dispusieron de un estilo y llevaron a cabo tres
o cuatro invenciones nítidas. “Una lírica
de la furia” sostenida a fuerza de belicosidad, inaceptabilidad
ética de la vida falsa, crítica sin contemplaciones
a la izquierda estatista, voluntad de negación del mundo
(y de negar la negación estancada en su propia obstinación)
e imaginación política. No estamos tanto ante la
típica metralla pedante de los grupos izquierdistas sino,
más bien, ante la ética exigente del negador auténtico
superpuesto al espíritu de la época. Pocas veces
un ideario político o filosófico que niega a su
época ha tenido la oportunidad de circular en las voces
populares; el situacionismo tuvo su cuarto de hora hacia fines
de los años sesenta. Pero una “época”
es un tablero pateado. Cuando el puntapié no consigue cambiar
las reglas del juego, las piezas sólo cambian de casillero
y los jugadores de lugar, como en una plataforma giratoria. Aun
así, se trata de aceleraciones temporales que son recordadas
siglos después. Si de tiempo se trata, entonces en la fundación
de la Internacional Situacionista en 1957 se arrancó la
espoleta a una bomba de explosión retardada. Pero también
el situacionismo no deja de ser el eco de explosiones anteriores.
La I Internacional, la Revolución Española, la revuelta
húngara de 1956, la Comuna de París, el espartaquismo,
la insurrección de Kronstadt, instantáneas que vuelven
una y otra vez en el libro de Debord para hacernos remontar el
árbol genealógico de la frustración socialista,
visitado nuevamente por respeto hacia el fracaso. No es fácil
debilitar a las antiguas estirpes. La superficie muere a la primera
helada, pero las raíces resisten bajo tierra; cuando vuelven
a brotar, lo hacen a la manera del géiser.
De los inventos del situacionismo, la “deriva” y la
“construcción de situaciones” pertenecen al
orden de la impugnación política de la ciudad, y
la “tergiversación” a los métodos de
linaje surrealista. Esta última parasita a los productos
estéticos de la cultura de masas o a las manifestaciones
del arte preexistentes con el fin de insertarlas en otros contextos
reveladores de su función. Al hallarse Debord en inmejorables
condiciones para comprender la “muerte del arte”,
habiendo realizado en los años 50 un balance descarnado
de medio siglo de su historia, le fue posible sustraerle el consuelo
de su autonomía en un mundo alienado. En cambio, los experimentos
que los situacionistas realizaron en torno al urbanismo unitario
y a la deriva psicogeográfica apuntan a subvertir el orden
imaginario de la ciudad. ¿Cómo ocurre que la carne
se vuelve vasalla de los derroteros urbanos planificados? Esta
pregunta revela una inquietud por la experiencia corporal. La
deriva resulta ser una técnica desorganizadora del territorio
administrado y un método de reconocimiento de la psicotopología
personal. Paseantes como zahoríes. Había que cortar
los circuitos urbanos, no cabía otra salida: las puertas
de la ciudad estaban cerradas desde el exterior, y las únicas
fugas permitidas, las del turista y la del espectador, conducían
hacia las entrañas mismas del cosmos carcelario. Había
que desplazarse errantes para encontrar márgenes fronterizos
desde los cuales combatir la representación simbólica
del hábitat, había que restituirla a un principio
de identidad mágico y experimental. Pero los pasos de frontera
no conducen hacia fuera, sino hacia el interior de la urbe, a
la cual se la explora y domina por otros medios.
Hoy, la ciudad es en sí misma un orden en movimiento. En
las décadas de 1950 y 1960 subterráneos, automóviles,
ascensores, aire acondicionado, escaleras mecánicas y televisión
adecuaron la ideología del espectáculo a la industria
del confort. La movilidad sincronizada de la ciudad permitió
desplegar un ideal de felicidad privada entre electrodomésticos
y entorno artificializado. Entonces, todavía era posible
oponerle el modelo de la festividad pública, cuando aún
no se había atrofiado el gusto por el andar a ciegas. En
un mundo de redes informáticas, videocámaras, televisión
cableada, aeropuertos, satélites artificiales y vacaciones
empaquetadas sólo los delincuentes, los seres sin hogar
y demás lúmpenes siguen participando sin más
remedio de la deriva. El resto se ajusta a la omnipresente quietud
móvil.
En el guión de su última película, In girum
imus nocte et consumimur igni, rodada diez años después
de la publicación de La sociedad del espectáculo,
Debord describiría amarga y descarnadamente la condición
humana: «ganapanes que se creen gente de propiedad, ignorantes
que se creen letrados y muertos que creen que votan» (...)
«se los trata mitad como esclavos de campo de concentración,
mitad como niños estúpidos» (...) «por
primera vez en la historia los pobres creen que forman parte de
una elite económica, a pesar de toda la evidencia en contra».
Gente, entonces, que se engaña a sí misma sobre
casi todo. A la distancia, comprendemos mejor los experimentos
urbanos de los situacionistas como prácticas cotidianas
testeadoras de estilos de vida. El rechazo a la sociedad espectacular,
la crítica a la organización de la circulación
urbana, la tergiversación de materiales artísticos
administrados y, como alternativa, la construcción del
mundo bajo el signo de la situación no fueron únicamente
tácticas para fomentar la vida táctil contra la
representación contemplada; también expresan la
inquietud por fundar un ámbito de libertad en donde pueda
desplegarse una estilística de la existencia. El situacionismo
sería, en su centro de gravedad político, la ambición
de que la vida cotidiana se convierta en un subproducto del arte;
en un medio para dar forma artística a la existencia. De
modo que deriva, tergiversación, urbanismo unitario y construcción
de situaciones apostaban tanto a renovar un suelo como a forzar
a los mecanismos ocultos del espectáculo a volverse visibles.
De lo primero sólo nos quedan los testimonios de quienes,
durante todo el siglo, singularizaron sus vidas. Sus tácticas
estéticas dirigidas contra la sociedad administrada, en
cambio, son las uvas amargas que llenan la copa de su triunfo
teórico, pues la época burguesa ya había
comenzado a recurrir a las vanguardias como vacuna inoculada a
su propio sistema de vida: la terapéutica supuso conceder
al mundo una apariencia surreal. Desde entonces el espectáculo
se obligó a sí mismo a renovarse a través
de la exposición obscena de sus cimientos. La sinceridad
del poderoso se hace posible sólo después que intelectuales
y políticos decretan que la crítica al espectáculo
no es herética sino absurda, pues el espectáculo
resulta ser crítico paródico de sí mismo.
Pero ya antes se había garantizado la pobreza espiritual
de la población.
Alienación
Puede asombrar que Guy Debord remita el análisis
de la sociedad del espectáculo a conflictos hoy olvidados
entre leninistas, anarquistas y consejistas. El ciudadano modelo
contemporáneo supone que el mundo comenzó a existir
cuarenta o cincuenta años atrás, pero quien pretenda
minar la arquitectura de la representación debe remontar
los afluentes de las ideas que dragaron el camino o, lo que es
lo mismo, que aspiraron a lo imposible. Justamente la cultura
espectacular vino a desorganizar la precaria unidad de los trabajadores
garantizada por una cultura festiva en común. La administración
del estado de cosas siempre ha necesitado de expertos en el arte
de la desorganización de la comunidad, pero la historia
de la guerra política contra el Estado es también
la historia de la amistad política. En la promoción
de otra sociabilidad, desde Fourier al situacionismo, siempre
encontraremos la vindicación de la fiesta y el banquete
y el rechazo a la vida cotidiana alienada.
Las raíces genealógicas del libro de Debord se hunden
tanto en la tradición socialista como en la estética
vanguardista. El sindicalismo revolucionario, el anarcosindicalismo,
el consejismo obrero, la obra de Anton Panekkoek, el surrealismo,
la crítica a la vida cotidiana en la obra de Henri Lefèbvre,
el análisis de las sociedades soviéticas emprendidas
por los miembros de la revista Socialisme ou Barbarie, las tácticas
dadaístas y, por fin, la lectura de Historia y conciencia
de clase, de Gyorgy Lukács. El libro de Lefèbvre
es de 1948, y el de Lukács se tradujo al francés
luego de la Segunda Guerra Mundial; junto a una obra sobre la
alienación de Joseph Gabel y al elogio surrealista de la
imaginación constituirán la base de la idea de alienación
a la que se remite Debord. Los situacionistas concedieron la mayor
importancia a la pauperización de la vida cumplida en los
procedimientos de consumo más que a la efectuada en el
proceso laboral. Ambos requieren de un cuidadoso diseño
de las sensibilidades, pero mientras los bastoneros del reloj
ya habían logrado cronometrar los días y las noches,
sólo recientemente se ha mejorado el instrumental burilador
para tatuar el alma. La alienación no es una sustancia
que se encaja de una sola vez; debe ser impuesta y reconstituida
cotidianamente. El resultado es banal, pero está logrado:
el espectáculo no sólo concede dosis calibradas
de goce, también un atisbo del mundo redimido a través
del consumo prometido. ¿Debord nos remite a temas anticuados
y mal planteados, la “falsa conciencia” y la “revolución”?
En todo caso, plantea de modo fuerte un tema sobre el cual todo
está aún por decirse. Porque Debord también
percibió la senilidad de los conceptos necesitó
revisar la historia de las disputas sobre el Estado, la ideología
y la utopía a fin de sustraer el horizonte de la revolución
a esa forma rústica de la separación espectacular
emblematizada por el monoteísmo ideológico de Estado.
Un caso puntual: la televisión. Ella ofrece un manual de
instrucciones para la vida, pero a su esencia no se la hallará
en el análisis de su contenido sino en la red de relaciones
en la cual ella opera y en su eficacia para organizar el campo
de visión humano. Justamente porque no es una “luz
mala” inventada para alienar, es preferible abarcar el juego
de estrategias que la superan y en las que está incorporada.
Como se sabe, la antigua cartografía territorial se ha
transformado en una geoatmósfera audiovisual: cambia entonces
el modo de regular al trafico simbólico de población.
En un territorio “físico” se controlan cuerpos
y conductas, pero en un territorio audiovisual se regulan opiniones
y perspectivas visuales. Previamente, la televisión –y
ahora, la red informática– permitió la deslocalización
geográfica de la información, el debilitamiento
de identidades étnicas y nacionales y la confusión
de la experiencia misma del espacio físico. Una estrategia
paralela y complementaria logró movilizar a la población
según criterios estadísticos: los límites
de la vista y de la encuesta devienen las fronteras conscientes
del mundo. Lo que resta, excluido de esa visibilidad total, se
abre a lo oscuro. Cuando la televisión está encendida
se transforma en el centro del universo del ciudadano democrático:
ninguna otra galaxia, ningún otro sol existe. Siendo un
aparato de absorción de la mirada, transforma al ojo en
un parche donde retumba el tam-tam continuo del más allá
del toma-corriente. Este objeto mutante, esta miríada de
ahoras sincronizados, esta alquimia de fragmentos visuales, estos
estímulos que no parecen remitirse a un estado mayor constituyen,
en verdad, la red nerviosa del cuerpo social: abren una visibilidad.
Como antes las estaciones ferroviarias en un mapa nacional, hoy
son las pantallas terminales los alfileres que colorean un mapa
cableado. La sociedad mediática está en movimiento,
pero el cuerpo no.
Guy Debord ha escrito: “El arte de la conversación
está muerto, y pronto lo estarán casi todos los
que saben hablar”. El ojo y el tacto aprenden a borrar todo
aquello que contradiga el marco de visibilidad y tactilidad al
que el cuerpo se ha adaptado como a un nicho psíquico:
así también los marinos medievales evitaban el mar
abierto. Pertenecer al orden de la representación concede
privilegios: tanto televisión como espectador proceden
a una trabajo dual de traducción de uno hacia el otro,
pero las claves esteganográficas las impone la antena transmisora.
De allí que el crítico progresista fracase necesariamente
cuando analiza el espectáculo televisivo: se muestra contrario
a su retórica pero emplea su gramática y se somete
a su campo visual. La insistencia de Debord en la dimensión
política del advenimiento de la sociedad espectacular es
bastante más que una obsesión. El síntoma
de nuestra época se muestra en el hecho de que estamos
siendo observados todo el tiempo. El Estado ha refinado sus instrumentos
de vigilancia, y quienquiera huir hacia lo oscuro se enfrentará
con artillería iluminadora en su fuga. Ocultarse será
una de las tareas más ímprobas del futuro. Y a los
que pretendan dañar al capital circulante por las redes
informáticas les espera su propia ordalía. Recientemente
se ha llevado a juicio por primera vez a un diseñador de
virus informáticos, quienes, en lo suyo, son artistas.
Nunca antes alguien había sido enjuiciado a causa de sus
virtualidades más que de sus actos. Este caso testigo revela
la amenaza que se cierne sobre la fiabilidad y la seguridad de
las nuevas armaduras del capital: en otras épocas se la
llamaba sabotaje obrero. Las metáforas patológicas
que se usan en estos casos (máquina “infectada”,
programa “peligroso”, datos “limpios”,
virus “benigno”, “contagio”) anuncian
que las funciones vitales del cuerpo humano en la sociedad espectacular
ya no están localizadas en organismos sino en sus extensiones
mediáticas.
Colofón
La sociedad del espectáculo podría
haber sido la antioda de nuestra época, una lápida
para la sociedad espectacular escrita en tesis aforísticas,
pero nació sietemesino y sin audiencia posible: para cuando
el objeto de su crítica había alcanzado la madurez,
el frente de batalla de la utopía ya estaba silenciado.
Veinte años después, Debord publicó una serie
de glosas a manera de revisión de su propio libro y las
tituló Comentarios a la sociedad del espectáculo.
Allí se postula la emergencia de “lo espectacular
integrado” como superación de las dos variantes que
nacieron con el siglo: el poder espectacular concentrado (que
prioriza la ideología del Estado totalitario como verdad)
y el difuso (que prescribe la elección deliberada de una
variedad de mercancías). La combinación de ambos
se cumple a través de la incesante renovación tecnológica,
la fusión económica entre lo público y lo
privado, la imposición de un verosímil que no admite
replica, y la abolición de la memoria histórica.
No menos significativo que estas mutaciones resulta la persecución
y descalificación de las maneras de vivir, los procedimientos
políticos o los modos de pensamiento no colonizados por
el espectáculo. Pero a los nuevos “enemigos del pueblo”
ni siquiera se los juzga, sólo se hace silencio a su alrededor.
Por treinta años Guy Debord vivió al costado de
su sociedad. Justamente, libelos antiestatales, eventos escandalosos,
un par de libros, seis películas experimentales, el aprestamiento
del rescoldo para los fuegos europeos de 1968 y la organización
de una Internacional no constituyen un curriculum escueto para
una sola vida. Puede considerárselos como pruebas de imprenta
de una época nunca advenida y como prueba de lo que un
solo hombre es capaz de hacer con su biografía. Ahora,
que algunas décadas se han ido, ya es posible vislumbrar
la grandeza de esas revistas marginales, de esos manifiestos en
los cuales agudezas teóricas, insultos y disputas facciosas
lograban un punto óptimo de armonía; ahora ya es
posible sentirnos contemporáneos de este ser iracundo,
médium de lo irrepresentable, que supo vivir contra el
espectáculo a fin de cumplir sin dilaciones con las exigencias
de la utopía. Del reino del horizonte que nos fuera momentáneamente
acercado sólo restan escombros, palabras sueltas y fotocopias
amarillentas, con las que todavía se ensañan de
vez en cuando los poderes de turno a fin de aleccionar a cualquiera
que pregunte por el antimundo. Y la memoria de aquellos que lo
pregonaron se disipa en la estela abierta por los titanes de la
época: pero ese es el destino de los náufragos,
ellos escriben sus últimos mensajes en el agua. Recuperamos
el libro clave de Guy Debord, no para satisfacer el gusto estéril
por la marginalia de izquierda ni para vindicar la estirpe amenazada
del pensamiento libertario ni para exhumar inútilmente
una obra profética, sino porque, a veces, en temas de actualidad,
es preferible recurrir a los muertos. No pocas veces piensan mejor
que los vivos.
Christian Ferrer
Nació en Argentina en 1960.
Es ensayista y sociólogo. Enseña Filosofía
de la Técnica en la Facultad de Ciencias Sociales de la
Universidad de Buenos Aires. Integró los grupos editores
de las revistas Utopía, Fahrenheit 450, La Caja y La Letra
A. Y actualmente integra los de las revistas El Ojo Mocho y Artefacto.
Ha publicado los libros El lenguaje libertario y Mal de Ojo. Ensayo
sobre la violencia técnica, así como Prosa plebeya,
recopilación de ensayos del poeta Néstor Perlongher,
Antología del Pensamiento Anarquista Contemporáneo,
y Lírica social amarga, compilación de escritos
inéditos de Ezequiel Martínez Estrada.