Por Francisco Ali-Brouchoud
A medida que las sociedades del capitalismo tardío parecen coincidir, de un modo cada vez más paroxístico, con el modelo espectacular descripto hace tres décadas por Guy Debord, se vuelve urgente volver a leerlo y revisar la historia de la Internacional Situacionista, para reencontrar el camino que conduce a la unidad perdida de arte y política, y a la articulación de un proyecto de resistencia
"And a word carries far -very far- deals destruction through time as the
bullets go flying through space."
Joseph Conrad, Lord Jim
No se trata precisamente
de un detournement. Pero quizás a Guy Debord no le hubiera desagradado
la cita que antecede, ya que si de algo sabía, era de la destrucción
que puede acarrear la palabra, de "la fuerza de la palabra dicha a su debido
tiempo", para la que no hay antídoto, y que como el disparo de un
fusil de asalto, alcanza su objetivo a gran distancia. También porque,
al igual que Conrad, él y sus compañeros de ruta de la Internacional
Situacionista (IS), creían en la existencia como aventura, y en ésta
como vehículo de transformación personal y del mundo. Así
lo afirma Anselm Jappe en su insoslayable biografía intelectual de Debord,
donde destaca que, desde el período pre-situacionista del letrismo, estos
agitadores impenitentes, a diferencia de los surrealistas, poco esperaban de
los sueños y lo inconsciente, y todo de la transformación de la
realidad desde su base, por la vía de la destrucción completa
del orden existente. "El aventurero es aquel que hace que las aventuras
sucedan, antes que alguien a quien las aventuras le suceden", se puede
leer en uno de los números de la revista Potlatch, cuando Debord ya había
dado el "golpe de estado" que dejó a Isidore Isou, el padre
del letrismo, leyendo en soledad sus poemas fonéticos en los cafés
de Saint-Germain-des-Prés. Un lema que para Jappe bien podría
ser el mejor epígrafe para la totalidad de la vida de Guy Debord.
La voz entonces, vuelve a lanzar su palabra venenosa, a hablar de manera lenta,
calma, autosuficiente y casi didáctica, en un contraste violento con
los giros barrocos, la fulgurante sintaxis que vertebra las frases. Y no se
puede más que escucharla, porque entra en contrato de sentido con imágenes
fijas, que se demoran largamente en el rectángulo blanco, y no parecen
tener el apuro por irse en ese continuo que el espectáculo nos ha entrenado
a esperar: nada, o muy poco, de imagen-movimiento, aquí lo que cuenta
es el texto, y la poesía que, pese a su furia melancólica y altiva,
lo atraviesa.
Desde la pantalla, convertida en espejo, un público extasiado mira al
otro, sumido en la misma narcosis, mientras el escalpelo de la voz lo insulta,
practicando la autopsia de la especie. Familias congeladas en esa felicidad
plana en blanco y negro: una mujer joven, de sonrisa forzada, con un niño
de cinco o seis años en brazos, está sentada en una sala de estar
seguramente de moda en los 70. Parece verano, porque el chico tiene el torso
descubierto. Y hace una mueca indescifrable, que puede ser de queja o de alegría.
La cámara se va desplazando lentamente, subiendo oblicua, hasta dejar
fuera de campo a los dos personajes. Otro plano, para un padre y una madre que
miran -siempre- al objetivo, distendidos y satisfechos, repantigados en el sofá
de su living de revista de decoración. A un costado, tres chicos rubios
juegan, frente a una biblioteca de utilería, escasamente provista. Son
los individuos típicos de una población que la voz sigue describiendo,
implacable: “unos asalariados pobres que se creen propietarios, unos ignorantes
engañados que se creen instruidos, unos muertos que creen votar”,
que "coleccionan las miserias y las humillaciones de todos los sistemas
de explotación del pasado" y que "no ignoran de ellos más
que la revuelta."
La mujer es rubia y moderna. A su lado, un carrito de supermercado a medio llenar,
en el que un chico está cargando más cosas. La rubia ríe
de manera imbécil, publicitaria, pero su hijo no. Está serio y
ensimismado, casi enojado. La prole y sus progenitores sólo están
juntos en apariencia, dice la voz, porque a aquellos "se les quita el control
de esos niños de corta edad que ya son sus rivales, que no escuchan en
absoluto las desatinadas opiniones de sus padres y se ríen de su flagrante
fracaso; no sin razón desprecian sus orígenes y se sienten mucho
más hijos del espectáculo reinante que de aquellos entre sus criados
que por azar los engendraron: ellos sueñan con ser mestizos de esos negros.”
Así, con ese ataque frontal y crispado al "público de cine"
-los empleados estatales o privados de clase media, núcleo principal
de la por entonces emergente masa de consumidores y ciudadanos de las sociedades
"post-industriales"-, comienza In girum imus nocte et consumimur igni
(1978), la última película de Guy Debord, que es a la vez diatriba,
panegírico, panfleto, autobiografía, épica revolucionaria
y testamento artístico-político.
La prueba del tiempo
Debord se suicidó el 30 de noviembre de 1994, y había dado por
terminada la experiencia de la IS en 1972. Transcurrieron 11 y 33 años
de ambos hechos, respectivamente. El tiempo, del que siempre estuvo agudamente
consciente, cuyo paso le atraía "como a otros los atrae el vacío
o el agua", y en el que supo leer como pocos los signos de la época,
para deducir con precisión su desarrollo posterior, no sólo confirmó
sus ideas sin cambiar el núcleo duro de su verdad, sino que más
bien "cambió según su parecer", de una manera que aún
hoy -más que nunca- asombra hasta el vértigo. Quizás no
pudo prever la magnitud que desbordaría la escala: el salto sin medida
del sismógrafo espectacular con los atentados del 11-S, por ejemplo,
que de todos modos, pueden ser perfectamente explicados según el modelo
de lo espectacular integrado que desarrolló en Comentarios sobre la sociedad
del espectáculo (1988), un estadio en el que "la mayor ambición"
de los poderes que gobiernan el mundo "sigue siendo que los agentes secretos
se hagan revolucionarios y que los revolucionarios se hagan agentes secretos."
Pero sí vivió lo suficiente para ver en todo su esplendor el despliegue
del dispositivo de cooptación y silencio montado alrededor de las actividades
y teorías de la IS, sobre todo en Francia. Esto también fue previsto
por Debord, y comenzó a ocurrir con mayor intensidad luego de Mayo del
'68, la revuelta impensable que sorprendió a toda la izquierda europea,
menos a los situacionistas, justamente porque colaboraron de manera activa en
la producción de aquel momentum. Pero la tarea de volver inocuos el pensamiento
y los logros históricos de la IS, y sobre todo su molesta actualidad,
intenta completarse hoy, a través de la avanzadilla de zapadores de la
sociedad espectacular constituida por numerosos pensadores "postmodernos",
encabezados por Jean Baudrillard y Régis Debray. Es que las afrentas
se pagan, siempre, y los injuriados no olvidan ni perdonan.
Son muchas, por lo tanto, las razones para volver a leer atentamente a Debord.
Y sobre todo, para preguntarse una vez más cómo fue capaz ese
pequeño grupo de brillantes sediciosos, de lograr un insight semejante,
capaz de mantenerse potencialmente peligroso, de soportar la prueba del tiempo
que dejó en el olvido a corrientes que disfrutaron de su cuarto de hora
fuerte como el althusserianismo, el maoísmo, el obrerismo y el freudo-marxismo.
La imagen capital
Son bastante conocidas las causas del éxito y la vigencia del corpus
teórico debordiano, tal como aparece expresado en su obra canónica
de 1967, La sociedad del espectáculo. Residen centralmente en su sagacidad
en recuperar, vía Lukács, un tópico del "joven Marx"
que el marxismo francés "extravió", el del fetichismo
de la mercancía, y desarrollarlo para explicar los fenómenos del
capitalismo tardío. Y en percibir tempranamente que esas condiciones
de producción, potenciadas por nuevas tecnologías, iban a exasperarse
en una abstracción ad infinitum, de la que la información, y sobre
todo la imagen, se convertirían en el producto principal de una nueva
religión profana mediante la que el poder se separaría definitivamente
de sus siervos -y los separaría entre sí-, profundizando sus miserias
mediante la promoción de una falsa unidad expresada en el espectáculo.
Que ya no sólo los alienaría enajenando el producto de sus trabajos,
sino expandiendo esa "abundancia de la desposesión" hasta abarcar
la totalidad de la vida posible. Una idea que se sintetiza en una de sus sentencias
más admirables y perfectas: "El espectáculo es capital en
un grado tal de acumulación que se transforma en imagen."
Pero eso, siendo mucho más de lo que cualquier teoría podría
soñar haber alcanzado, podría no explicarlo todo. La singularidad
y persistencia de los situacionistas se debe a ese origen bifronte que reúne
-quizás por última vez de manera decisiva en el siglo XX- al arte
y la política para destilar una síntesis dialéctica cuyas
deflagraciones continúan aún hoy, como las ondas expansivas de
la unidad perdida, y también como tarea pendiente. Algo de esto fue lo
que reconoció el ex mao Alain Badiou, en la reseña que escribió
en 1981 luego de asistir al estreno de In girum...: "¿Pues por qué
se ha dado dos veces, con los surrealistas después del octubre de 1917
y con los situacionistas a principios de los años sesenta, el caso de
que justamente en el ámbito del arte la novedad de las coyunturas produjera
en Francia, respecto a un marxismo político osificado, la verdadera ruptura,
la intensidad sin precedentes, el eco increíble? ¬¡Que el marxismo
vaya a la escuela de esta astucia singular! Esta vez no faltaremos a la cita."
Por eso, una de las cuestiones que quizás podría ayudar a pensar
mejor la pregunta formulada en el apartado anterior es la revisión de
la naturaleza de los lazos, los modos de organización interna que, como
grupo consagrado a la teoría y a la praxis, se dio la IS en su larga,
conflictiva y dinámica existencia.
Arte-y-política
Hacia 1956, cuando la Internacional Letrista marchaba ya hacia su transformación
en la IS, el concepto que Debord y sus compañeros habían alcanzado
de la práctica artística les permitía enunciar abiertamente
que era ya entonces "evidente que al arte se le ha vuelto imposible sostenerse
como actividad superior o tan siquiera como actividad compensatoria a la que
uno pueda honradamente dedicarse." La teoría de la deriva, los experimentos
de urbanismo unitario surgidos de los intercambios con el ex Cobra, el arquitecto
utopista holandés Constant Nieuwenhuys, quien preconizaba una arquitectura
capaz de transformar la vida cotidiana, cocinaban el caldo gordo del que saldría
la idea de situación, concebida como un momento susceptible de ser creado
a partir de una nueva sensibilidad surgida de exploraciones conscientes del
espacio urbano, cuya acumulación y expansión debían terminar
transformando la sociedad y la vida cotidiana. El arte debía ser superado
a través de modos de acción que definirían subjetividades
inevitablemente políticas y revolucionarias. Pero la política
a la que aspiraban los situacionistas, no era la de la izquierda francesa, capaz
de justificar todas las contradicciones del campo socialista con tal de no romper
con la idea leninista del partido como vanguardia en la lucha del proletariado.
La toma de conciencia había llegado mucho antes. Henri Lefebvre recuerda
el primer contacto que tuvo con los situacionistas, cuando era profesor en Estrasburgo,
hacia 1957. Lo vinieron a ver para pedirle consejo sobre la idea de armar una
guerrilla rural en Les Vosges para apoyar a los movimientos revolucionarios
argelinos, que planeaban extender luego a toda Francia. En el grupo había
entonces varios tunecinos, casi todos, inmigrantes ilegales. Lefebvre les dijo
que el proyecto era suicida. La respuesta le valió los peores insultos,
pero semanas después, los "jóvenes iracundos" volvieron
para reconocer que tenía razón, y así nació una
relación conflictiva que se prolongaría por cinco o seis años.
Ya entonces eran pocos y de una agresividad temible, que Lefebvre rememora con
cierta amargura ("Nuestras relaciones eran difíciles, se enojaban
por pequeñas cosas"), y que luego volcarían en sus célebres
ataques ad hominem contra sus enemigos. Los sufrieron, por diversas razones,
desde Charles Chaplin y Abraham Moles, pasando por Sartre y Althusser, hasta
Edgar Morin y Godard. Pero también quienes se convertían automáticamente,
por alguna falta a las estrictas reglas internas del movimiento, en ex amigos.
Máxima pureza
El pequeño grupo fue una elección inicial y consciente, que los
situacionistas mantuvieron hasta el final, y en sus épocas de mayor expansión,
nunca superaron la veintena. En un texto de 1964, declaraban orgullosamente
ser “unos pocos más que el núcleo inicial de la guerrilla
de Sierra Maestra pero con menos armas. Unos pocos menos que los delegados que
estuvieron en Londres en 1864 para fundar la Asociación Internacional
de Trabajadores, pero con un programa más coherente. Tan firmes como
los griegos de las Termópilas pero con un porvenir mejor.”
La IS no aceptaba discípulos ni hacía proselitismo, y el ingreso
al grupo era extremadamente difícil. El objetivo era en realidad, redefinir
la militancia revolucionaria tradicional, buscando "la más pura
forma de un cuerpo antijerárquico de anti-especialistas."La guerra
contra el dominio espectacular empezaba hacia adentro. Se esperaba una entrega
completa y un posicionamiento público de cada miembro frente al espectáculo
y a quienes se consideraban funcionales a él. Aquellos que no cumplieran
las expectativas, eran inmediatamente expulsados, o en el mejor de los casos,
sobre todo cuando la relación del "imputado" con la IS había
sido larga e importante, forzados a renunciar, según una práctica
que llamaban "ruptura en cadena." Un caso extremo fue el de Constant,
obligado a alejarse en 1960 por "malas influencias" a causa de que
un alumno suyo aceptó construir una iglesia en Alemania. Otro tanto pasó
con destacados situacionistas, como Asger Jorn y Raoul Vaneigem. La exigencia
de una coherencia en todo momento, y el constante control interno que suscitaba,
se justificaban para Debord en "la participación igualitaria en
el conjunto de una práctica común, que a la vez descubra los defectos
y aporte los remedios. Esta práctica exige reuniones formales, que suspendan
las decisiones, la transmisión de todas las informaciones, el examen
de todas las faltas constatadas.” El modelo era el comunismo de los consejos
obreros. Pero Lefebvre, en cambio, atribuye la interminable serie de rupturas
y polémicas al propio Debord, y a la herencia que éste recibió
del surrealismo. "Nunca fui parte del grupo. Podría haberlo sido,
pero fui cuidadoso desde que conocí el carácter de Guy Debord
y sus maneras, y la forma que tenía de imitar a André Breton,.
expulsando a todos con el objetivo de tener un pequeño núcleo
puro y duro.Era realmente mantenerse en un estado puro, como un cristal",
dijo en 1997.
Ese estado de pureza negativa de la IS promueve dos lecturas, que corresponden
justamente a ese doble origen artístico-político del proyecto
situacionista. Según la primera, la inestabilidad del movimiento, que
llevó a que más de las dos terceras partes de sus integrantes
fuera expulsada a lo largo de su historia, se debería a su origen en
la bohemia artística post-surrealista de los cafés de la margen
izquierda del Sena, el sitio en el que "el extremismo se había proclamado
independiente de toda causa particular y se había librado soberbiamente
de todo proyecto", pero no sin embargo, de la herencia cismática
de Breton. La segunda afirma que la IS, pese a su búsqueda de igualdad
de participación y horizontalidad, habría sucumbido al estalinismo
divisionista y purgativo que tanto criticó. Y aunque no es posible negar
el lugar central de Debord ocupó entre los situacionistas, aún
hay lugar para una tercera lectura. Fueron los objetivos específicos
que perseguía la IS los que determinaron su estructura, que construyó
su propia socialidad experimental (en el doble sentido de utópica y vanguardista)
de carácter necesariamente negativo, el banco de pruebas en pequeño
para reinventar una sociedad sin amos. Así, sus miembros se situaron
voluntariamente en una inestabilidad organizacional permanente, al servicio
de la irreductibilidad y la coherencia de teoría y praxis.Esta inestabilidad
("confianza crítica", la llama Debord) fue asumida como condición
provisional, una provisionalidad que se extendió a la propia existencia
de la IS, concebida como un instrumento también -e inevitablemente- “separado”,
destinado a disolverse cuando se alcanzara el objetivo del “derrumbamiento
del orden existente.” Ese momento aún no ha llegado. Pero, ¿habrían
podido Debord y la IS, de no haber sido así, llevar su pasión
revolucionaria al punto de condensación que hoy nos permite seguir pensando
estas cuestiones para encontrar de nuevo el lugar de la resistencia, en el que
arte y política vuelvan a encontrarse en un mismo proyecto? "A retomar
desde el principio", diría Debord.
Lecturas. Una parte considerable de los textos de Guy Debord fueron publicados en español, como La sociedad del espectáculo (Buenos Aires, La Marca, 1995), Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (Barcelona, Anagrama, 1999), Consideraciones sobre el asesinato de Gérard Lebovici (Anagrama, 2001) e In girum imus nocte et consumimur igni (Anagrama, 2000). Sobre Debord y la Internacional Situacionista, véase Anselm Jappe, Guy Debord (Berkeley, University of California Press, 1999); October # 79, Winter 1997 (MIT Press, 1997); Peter Wollen, The Situationist International (New Left Review # 174, 1989); Internacional Situacionista, vol. I, II y III (Madrid, Literatura Gris, 1999); Ken Knabb, Situationist International Anthology (Berkeley, Bureau of Public Secrets, 1981). Otro texto situacionista clásico, publicado al mismo tiempo que La sociedad del espectáculo, es Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, de Raoul Vaneigem (Barcelona, Anagrama, 1988).